Durante veintisiete años, el sistema intentó reducir a Nelson
Rolihlahla Mandela a ese número: el prisionero 466 del año 1964.
Así se
refería el aparato oficial de Sudáfrica al líder político.
No se lo
tatuaron en el antebrazo, como a los prisioneros en los campos de
concentración nazis, pero hicieron todo lo posible por quitarle hasta el
último resto de humanidad, primero en la infernal prisión de Robben
Island, una isla frente a Ciudad del Cabo, y más tarde en cárceles del
continente.
No lo lograron. Mandela no sólo soportó el duro confinamiento y recuperó
la libertad, sino que mantuvo intacta su convicción de que una sociedad
igualitaria era posible. Y si no logró llevar a cabo su sueño de forma
completa –la desigualdad económica y racial sigue asolando a Sudáfrica–,
vivió para ser elegido presidente en las primeras elecciones para todos
los hombres del país: blancos, negros, grises o amarillos.
Mandela se encontraba hospitalizado desde el 8 de junio en estado
crítico.
Al cierre de esta edición, había recibido la unción de los
enfermos y el país entero rezaba por su salud. Es, junto con Fidel
Castro, el último ícono político vivo del siglo XX. dijo.
“Es uno de mis
grandes amigos. Estoy orgulloso de encontrarme entre los que apoyan el
derecho de los cubanos a elegir su propio destino. Las sanciones que
castigan a los cubanos por haber elegido la autodeterminación se oponen
al orden mundial que queremos instaurar. Los cubanos nos facilitaron
tanto recursos como instrucción para luchar y ganar. Soy un hombre leal y
jamás olvidaré que en los momentos más sombríos de nuestra patria, en
la lucha contra el apartheid, Fidel Castro estuvo a nuestro lado”, sostuvo alguna vez Mandela.
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